La
cabeza del oso
cayó
sobre la cama,
el
niño se asustó,
su
piel tembló,
sus
lágrimas mojaron el rostro.
¡Despierta
ya!, su madre, exclamó.
El
abrazo pareció inconmensurable,
las
palabras se escondieron
para
dar lugar a las caricias.
Nadie
más en el mundo
pudo
sentir el amor
que
fluía entre ambos cuerpos.
Deborah Valado // Mayo 2011