sábado, 26 de noviembre de 2011

Disciplina, locura y amor // PARTE DOS


Respiro, suspiro, transpiro ; no puedo ocultar mi absoluta incomodidad de compartir el ascensor con ese vecino que vuelve a comentarme la temperatura del día. Sujeto apreciable por su gentileza, despreciable por su muerta vida de oficinista, de espectador de televisión basura, de visitador de shoppings, de comprador de ofertas fantasmales.
Llego a mi piso, me abre la puerta, me  bendice con su saludo, ya sin ganas a penas le sonrío.  Entro a mi vida, las boletas tiradas a la par de la alfombra delatan  mi soltería, nadie va a preocuparse ni ocuparse de pagar mis gastos. Me recuesto en el sofá, prendo la radio, la música me recuerda, otra vez, a Fidel. Continúo en la prisión de sus palabras. Reitero que extrañar es una acción que debiera anularse. La nostalgia sólo mancha este tiempo alejada de su cuerpo.
La tiranía de poseer destruyó hasta las mismas posesiones, aislándonos de un lado y del  otro de la ciudad.  Placer de entregas no cuestionadas en las vivencias mismas, pero atacadas en  la posterioridad por  los enredos de la cabeza. Obstrucción total, el  amor es  incompatible con las estructuras prefijadas, prefijadoras. No mucho que entender, mejor dicho nada. Fluir y compartir, eso importaba. Eso igual no bastó.
Del último encuentro quedaron mis llantos transpuestos a todas las combinaciones de frases posibles. Él pintaba los cajones del escritorio maldito que guardaba fotos de su antigua mujer. Yo estaba seca, como las ramas en otoño. Como los ríos del norte. Como el viento del sur. Más no puedo acordarme, el deseo de borrar aquella noche venció a mi memoria.
Me amarro a lo poco que queda, a la inmensidad de las posibilidades futuras, implemento cualquier estrategia para olvidarlo. ¿Acaso  no soy dueña de lo que puedo sentir? Pareciera que no. O tal vez, me encante bañarme en un mar de masoquismo.
Me levanto de un salto, mi sed pide una copa de vino. Me rio sola por la misma angustia que mi piel absorbe. Las caricias para reparar las fracturas fueron robadas por la ambición de quedarnos pegados a un inútil sentido. Me quiero ahogar en el dulce de la uva fermentada, entregarme a los placeres que habíamos reprimido. No obstante, no puedo dejar de replicarme la idea que no voy a ser más mujer porque abra las piernas, ni tampoco más amada.
Más allá de todo lo planeado y pensado, la locura de amarlo tanto me despojó hasta de mí propio ser.  Lo único que esperaba al abrir los ojos ,luego de cualquier sueño, era aferrarme a sus brazos. La falta de movilidad propia terminó por saturar nuestro micro mundo. ¡Cuánta libertad había cedido por su mínima porción de ternura! Y sin embargo, la clave tampoco estaba allí. No existía, había que dejarse llevar, seguir las pulsaciones, romper con las falsas aspiraciones. 

Deborah Valado // 2011

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