jueves, 29 de noviembre de 2012

Volver a ser salvajes



El balanceo de la hamaca
quebró la rama,
nos caímos al lodo,
éramos como puercas
revolcándonos en la propia suciedad,
pero éramos niñas que teníamos
que ocultar esa liberadora parte negra,
alma cedida al diablo,
alma entre mareas de rebeldía.

La mirada de mamá
dio sentencia de muerte
a nuestra travesura,
tuvimos que disculparnos,
aunque, por dentro,
sólo queríamos volver a la tierra,
volver a ser salvajes.

Deborah Valado // Mayo 2012

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Lo que soñaba ser



Inviernos de soledades,
azules,
entre los maizales y los vientos
de fantasías de la niñez.

Yo me imaginaba cabalgar
como los jinetes del Sur,
 y así llegaba a la cima de las montañas,
me convertía en el ave rapaz más veloz.

Rodeaba círculos infinitos,
cazaba sabrosas presas,
los ojos atestiguaban
la felicidad de ser
lo que soñaba ser.

Deborah Valado // Mayo 2012

martes, 27 de noviembre de 2012

Despertarse



Despertarse,
enfrentarse al espejo,
ver  los mismos ojos,
el mismo rostro,
saber que día a día, el cuerpo,
ese envase misterioso,
seguiría siendo el mismo, aunque
creciera más y tuviera el doble de marcas,
una seguiría siendo la misma, aunque
no lo creyera,
pero la mirada sí cambiaría,
entonces, una se volvería extranjera,
cada vez más se alejaría de esa infancia
resguardada del verdadero caos,
en donde el tiempo era todo entero
para jugar y probar,
probar mieles,
probar pecados. 

Deborah Valado // Mayo 2012

jueves, 22 de noviembre de 2012

Los labios mordidos



Los labios mordidos,
las palabras estaban
entre la garganta
a punto de estallar.

Los labios mordidos,
los deseos se asfixiaban
entre la lengua punzante.

Los labios mordidos,
las risas eran provocadas
por la misma inhibición.

Los labios mordidos,
las niñas, siempre,
disfrazaban sus picardías.

Deborah Valado // Mayo 2012

jueves, 15 de noviembre de 2012

Nada más real sucedía



Sólo los domingos
 mis pies pisaban el pasto seco de la plaza,
los arlequines liberaban a mi risa,
yo me envolvía en sus distintos personajes,
habitaba mis deseos,
nada más real sucedía.

Mi cuerpo deseaba jugar,
mi cabecita no lo frenaba.

Yo era una niña
entre pájaros y violines.

Miraba cómo el sol se despedía del mar
y hacia allá quería ir.

Las águilas
me llevaban a volar,
conocí los valles,
las altas montañas,
los gusanos en mis labios.

Deborah Valado // Marzo 2012

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Conciencia



Una tarde Martina me había contado alguna de sus miles de imágenes. Antes de irse a dormir la misma se reiteró dentro de su mente.
 La escena del capítulo del libro se superponía a lo largo del sueño. Intuyó que no se levantaría con el mismo sol. Escuchó la voz de su padre, las corridas en la casa. Sigilosa  no se animo a preguntar lo que ocurría. Aunque la noticia fue más rápida que su intención. Allí se instaló el fin del episodio.
En el instante que su vecina había terminado de cortar el árbol, ordenar el jardín y guardar todas las herramientas, sonó el teléfono. Las palabras no entraban en la realidad hasta que el cuerpo las pudiera comprobar o por mínimo citar. Entre no querer escucharlas, la conversación duró tres segundos. Las lágrimas de su mamá le confirmaron la sospecha. Su abuela había fallecido.
Tengo que admitir que a Martina nunca le importaba la rama de los parientes. Ni menos, pensaba viajar a un funeral de ellos. Pero las cartas estaban echadas de otra manera.
La semana anterior a dicho suceso, la había visitado. Tal vez era sensible, sin embargo, lo que determinó su angustia fue un sorbo de té. Suena insensato. Pero fue así, el último y primer té que la abuela había bebido durante su estadía en aquella clínica del campo. Estaba sedienta como los perros en un desierto. Quería volver al mundo. Convertirse en una mujer de acero. Pero el cuerpo ya no respondía. Devolvió lo poco que había injerido y se recostó.
Antes que la enfermera diera a finalizar el horario de las visitas, ella  les exclamó su imperiosa voluntad de seguir fortalecida como los árboles más allá de las  heridas del otoño.
La semana había pasado y Martina regresó al campo. Se encontró en otro recinto lleno de sus tíos, tías, primos y gente jamás vista. Intentó acercarse al ataúd; sus lágrimas no la ayudaban demasiado. Observaba el ambiente. Sentía que los demás eran actores. No se explicaba el por qué de la necesidad del ser en querer  transformarse en falsas monedas. Le daba bronca creer que los saldos no llegaron a ser pagados. Ella misma siempre sufría los costos y notaba que los culpables de  la sala quedaban absueltos.
No obstante, pudo salir del cementerio con una sonrisa escondida. La abuela  se había llevado lo más preciado, la negación del perdón de quienes estaban allí y se lo habían rogado segundos antes de cerrarse esas puertas. 

Deborah Valado // 2007

jueves, 1 de noviembre de 2012

Sombras de almas caídas




Sólo ansiábamos
caricias, pero
la oda del amor
desapareció antes
del alba, fue así
que nunca pudimos
descubrir la vida.
Nuestros cuerpos
se desgarraron.
De repente,
fuimos sombras
de almas caídas.

Deborah Valado // Mayo 2012