miércoles, 7 de noviembre de 2012

Conciencia



Una tarde Martina me había contado alguna de sus miles de imágenes. Antes de irse a dormir la misma se reiteró dentro de su mente.
 La escena del capítulo del libro se superponía a lo largo del sueño. Intuyó que no se levantaría con el mismo sol. Escuchó la voz de su padre, las corridas en la casa. Sigilosa  no se animo a preguntar lo que ocurría. Aunque la noticia fue más rápida que su intención. Allí se instaló el fin del episodio.
En el instante que su vecina había terminado de cortar el árbol, ordenar el jardín y guardar todas las herramientas, sonó el teléfono. Las palabras no entraban en la realidad hasta que el cuerpo las pudiera comprobar o por mínimo citar. Entre no querer escucharlas, la conversación duró tres segundos. Las lágrimas de su mamá le confirmaron la sospecha. Su abuela había fallecido.
Tengo que admitir que a Martina nunca le importaba la rama de los parientes. Ni menos, pensaba viajar a un funeral de ellos. Pero las cartas estaban echadas de otra manera.
La semana anterior a dicho suceso, la había visitado. Tal vez era sensible, sin embargo, lo que determinó su angustia fue un sorbo de té. Suena insensato. Pero fue así, el último y primer té que la abuela había bebido durante su estadía en aquella clínica del campo. Estaba sedienta como los perros en un desierto. Quería volver al mundo. Convertirse en una mujer de acero. Pero el cuerpo ya no respondía. Devolvió lo poco que había injerido y se recostó.
Antes que la enfermera diera a finalizar el horario de las visitas, ella  les exclamó su imperiosa voluntad de seguir fortalecida como los árboles más allá de las  heridas del otoño.
La semana había pasado y Martina regresó al campo. Se encontró en otro recinto lleno de sus tíos, tías, primos y gente jamás vista. Intentó acercarse al ataúd; sus lágrimas no la ayudaban demasiado. Observaba el ambiente. Sentía que los demás eran actores. No se explicaba el por qué de la necesidad del ser en querer  transformarse en falsas monedas. Le daba bronca creer que los saldos no llegaron a ser pagados. Ella misma siempre sufría los costos y notaba que los culpables de  la sala quedaban absueltos.
No obstante, pudo salir del cementerio con una sonrisa escondida. La abuela  se había llevado lo más preciado, la negación del perdón de quienes estaban allí y se lo habían rogado segundos antes de cerrarse esas puertas. 

Deborah Valado // 2007

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