Entro al bar. La costumbre no logra ser batallada por gustos alternativos. Busco mi mesa preferida. Está ocupada, no obstante, encuentro otra que también me gusta. Me siento, espero al mozo. Empiezo a escribir todo lo que ocurre. Utópica tarea, pero realizable más allá de algunos desajustes temporales.
Contemplo el espacio inmóvil, describo.
Mi mesa: cuatro sobres de azúcar, dos platos, una cuchara, una taza de café con leche, tres medialunas, un vaso, una jarra con agua, el cuaderno y la lapicera.
En la otra punta está la barra: 27 copas, 20 tazas, 15 vasos, una cafetera, 10 medialunas, la caja, servilletas, alfajores, docenas de platos y por detrás el encargado.
Los seres se movilizan de un lado al otro, interrumpen la observación. Estoy sentada del lado de la ventana. El día da cuenta de la primavera. Los cuerpos parecen más livianos en su andar. Algunos transitan hacia caminos indistintos, otros se instalan en la vía publica para hacer sus respectivas tareas. Sobre la calle, el hombre de traje negro limpia su auto. Dispone de un trapo y un balde con agua. Refriega las partes que tienen mucho barro. Se cansa y se sienta sobre el cordón. Semáforo en rojo, para el colectivo de la línea 124. En el balcón, del primer piso del departamento de enfrente, se observan: dos bicicletas, un triciclo en el medio de dos macetas y dos ventanas con las persianas bajas.
Torno la vista al interior del bar. Un señor, entre 50 años, también desayuna. Parece satisfecho al comer las medialunas. En la mesa siguiente, una mujer lee el diario. La otra está vacía. Siguiendo la misma ubicación lateral, está la puerta, otra mesa vacía, yo y atrás mío, una chica estudiando.
Descansó. El aroma del café y de las medialunas recién horneadas me abre el apetito. Quiero empezar el desayuno. Pero los tonos de voces del alrededor se elevan y llaman de nuevo a mi atención. En el televisor están pasando las noticias del día. El titular expone: “ Se casa anciana de 82 años con joven de 24”. Se largan las risas. Alguien exclamó:
-¡ Qué bien lo hizo! .... ¡ Así no labura nadie más!...
Se van algunos. Vuelve la quietud. Sólo queda el murmullo propio de la cafetería.
-Buen día- le dice otro cliente al mozo. Con sólo una seña de afirmación le trae el cortado en jarrito.
El mozo: alto, pelo ondulado, delantal verde, camisa blanca de mangas cortas, pantalones y zapatos negros.
Mucho viento. Cierran la puerta principal. Entra el profesor de semiótica. Termino el desayuno pero tengo tiempo para escribir hasta que él se vaya a la clase. Mi mesa quedó desordenada; sobrecitos rotos, azúcar dispersado y servilletas húmedas.
Decoración y artefactos del bar: dos columnas, paredes blancas, ventanas con marcos verdes, cortinas blancas, vidrios, espejos, aire acondicionado, estufas, seis arañas encendidas, mucha luz natural, mesas y sillas de madera.
Se percibe el transito de la calle. Esta se viste de varios colores: los niños van de la mano al jardín, los oficinistas y estudiantes corren por no llegar tarde, las amas de casa salen hacer sus compras y también aparecen los paseadores de perros.
Apagan las luces. Se va el profesor. Deja una moneda de un peso. Llamo al mozo. Abono la cuenta. Siendo las 9 horas me retiro.
Deborah Valado / 2007
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