Lo conocí
en un café de la calle Talcahuano. Aún recuerdo el aroma de mi último cortado.
Se esparció hasta mezclarse con las gotas evaporadas del whisky que él estaba
tomando. Su mirada se perdía sobre el horizonte del caos céntrico. La mía, en sus labios. No detuve el impulso
de mi cuerpo y fui hacia su mesa. Las palabras
se escaparon de nuestras vísceras y, el encuentro cósmico de las dos almas comenzó a
concretarse.
Luego de dos horas, estábamos en el puerto. La puesta del sol, nos
inspiraba a volar con nuestras utopías. Ambos éramos militantes. A los 26 años
habíamos descubierto que el Peronismo era nuestro verdadero espacio de
lucha. Para mí había sido el azar de un
libro el que me había definido por la bandera de Evita. Él, aseguró, que una mañana al mirarse al
espejo, vio el reflejo de Perón. Se había
quedado atónito. Lo tomó como un llamado de atención sobre las armaduras de
fuego, jamás cuestionadas, que sus padres habían construido contra el general. Igualmente,
tuvieron que pasar varios años, desde aquella misteriosa aparición, para que se
volviera fanático.
Algo nos atraía
mutuamente del otro, nos empezamos a entrelazar a través de la política. Habíamos
diseñado miles de planes, pero mi llanto sacudió los últimos sueños. Estallé de
horror a mi misma. Yo sabía que esa
noche tenía que regresar a la cama con mi marido. No tuve agallas para escupir sobre
la libreta y dejar la comodidad que la sociedad burguesa me brindaba. Ahí me dí
cuenta que el miedo me había convertido en
una falsa mujer que reprimía su deseo de plenitud. A penas le pude confesar que
estaba casada y me escapé como una niña desesperada en un campo de batalla.
Deborah Valado // Septiembre 2012