Lo había matado. Ni miró el cuerpo, cerró la
puerta y se dirigió a la iglesia. Necesitaba pedirle una nueva salvación a
Dios. La costumbre de imperar dicha presencia suprema la
inmovilizaba para prender chispas a su autonomía, la mística delegación era su normalidad ante situaciones que
estaban fueran del alcance. La locura podría haberla cautivado, pero ningún examen médico la había
podido dictaminar. Su angustia se rebalsaba por sus lágrimas, no obstante, no
sentía remordimiento alguno por el cuchillo
clavado.
La
desesperación la había empujado a confesarse, necesitaba desahogar la maldad que
penetraba en sus entrañas. Al llegar al altar no percibió a nadie, las luces estaban bajas,
sólo retumbaba el eco del goteo del agua vendita. Se arrodilló en la primera fila, recordó la
última pena y comenzó a rezar 25 oraciones a la virgen. Se levantó con una sonrisa, su cuerpo comenzó
a esfumarse entre los santos.
Deborah Valado // Marzo 2012
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