Habían otoños
que nos parecían
más tristes
para así tener excusas de
pedir a
gritos un abrazo
y sentir
lo inconmensurable.
Del árbol
se desprendían
los amores
perdidos,
los
recuerdos
de las viejas
estaciones de tren,
los viajes
al interior,
la
intensidad de la fogata,
las
chispas,
el
algarrobo,
las hojas
con las que
jugábamos
entre la bocanada,
la neblina,
el aire
frio,
los labios
secos.
Nuestra casa,
por la mañana,
era el
lugar de
la perra,
la luz de sus
cachorros prendidos
de sus
pezones,
el chocolate
caliente,
las galletitas,
las manos
que se frotaban frente
a la
estufa.
Arduo
fue regresar de la escuela,
ese día,
la
llovizna raspaba mi rostro,
el viento
congelaba los pasos,
necesitaba
más abrigo,
ansiaba unas
caricias
ya que,
otra vez, mi cuerpo se daba cuenta
del real otoño,
del húmedo
abril en que
papá abandonaba la casa
por su amante
de luna llena.
Deborah Valado // Marzo 2012
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