Me levanté de la cama con las pestañas bajas. Las palpitaciones habían reaparecido con fuerza, intuía un día agitado. Las obligaciones de la oficina resonaban en los pensamientos, terminé de ponerme los zapatos de taco aguja y ya estaba parando al taxi.
El chofer aparentaba ser un buen hombre. Me convidó un caramelo de menta y luego de varias suplicas intercaladas a mi relato, me dejó fumar el habano.
El viaje era de Parque Chacabuco al Centro. Esos cuarenta minutos se hicieron finitos a causa de la charla establecida con él. Cuando giró su cabeza sentí que percibió mis gotas de amor. El auto se había convertido en un consultorio; el asiento era el diván tan esperado por mis palabras.
Le contaba que había pasado ya un año de la separación de mí ex pareja y todavía no lograba asimilarlo. Lo buscaba por todas partes y sin embargo, no lo encontraba nunca. Le exclamé que pagaba cualquier recompensa por hablar con él aunque sólo fueran dos minutos. Aún amaba y necesitaba a ese hombre.
Parecía una mujer desesperada. El pobre me asentía con la mirada, no sabía cómo contenerme. Mis gritos salieron a la luz cuando le expresé que la noche anterior había soñado que lo veía. No era nada anormal soñarlo, pero ésta vez estaba segura que sí se concretaría; los duendes me lo habían confesado.
Bajé del taxi. De repente lo vi llegar a la otra esquina. Las sonrisas brotaron de mis labios. Corrí para saludarlo, pero nunca alcancé a cruzar. Me senté en el cordón; las lágrimas tampoco llegaron.
Deborah Valado // 2007
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