Nunca antes se había subido a una
moto. Más allá, que la adrenalina de la velocidad cosquilleaba su lado curioso,
estaba, de ante mano, aterrada. Pero no podía negarse a ese paseo. A penas, él
la invitó, sin pensarlo, aceptó con su siempre balbuceante sí.
Respiró, tratando de reproducir las
técnicas que su profesora de yoga le había enseñado, sin embargo, el aire nunca
le llegó al diafragma. Lo miraba y le sonreía. A esa hora, la sonrisa nacía de
los nervios y de los varios vasos de cerveza que habían compartido. Cuanto más
se proponía disimular que él ya la había atrapado de punta a punta, más
entorpecía sus gestos.
Él le entregó el casco, le indicó
cómo debía ponérselo y abrochar los precintos de seguridad. Mientras ella hacía
peripecias para ajustárselo, él se encendió un cigarrillo. El humo la envolvió con recuerdos de aquella
noche cuando se habían conocido. Jamás hubiera imaginado que a la vuelta de su
casa vivía el hombre que idealizaba como perfecto. Unas palabras, en la parada
del colectivo, habían bastado para que
se intercambiaran sus números de teléfono.
Tiró la cerilla, con su alpargata izquierda
la aplastó. La invitó a subirse sin miedo. El viaje aún era incierto. Él, tal
vez, lo único que quería era llevarla a su casa para que los cuerpos se encendieran
con el fuego del sexo. Ella, tal vez, se
ilusionaría con espumas de amor.
Deborah Valado // 3 de julio de 2013
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