Avellaneda
era
un mundo
entre vagones,
puentes y un
nuevo shopping
que había demolido
nuestro árbol.
Nunca me
gustó vivir allá.
Yo quería
ir a un colegio pupilo,
pero mi
mamá no quiso,
ella misma
necesitaba oprimirme,
desmenuzar mi conciencia
con su
moral antigua, religiosa, machista, dictatorial de los colorados del Paraguay.
Los libros,
al menos, eran
mis
refugios preferidos,
podía inventar
presentes en otros cuerpos,
futuros en
mágicas dimensiones, aunque
estaba consciente
que la burbuja algún día
estallaría
con la primera bocina.
Las
vacaciones de mis 14 fueron
entre
cuatro paredes
y una
ventana cerrada.
Tal vez en
esa confusión
de
adolescente alejada de la esquina
me
apasioné por escribir
como los
poetas suicidas.
Mi cosmos parecía
deslizarse a través
de las
discusiones que brotaban
en el almuerzo, pero
ni en los
huecos del pasillo
se hablaba
de sexo,
aunque en
el departamento de mis primas
se veían profilácticos,
se
escuchaban algunos gemidos,
hasta que
una noche mi madre
hizo una
visita sorpresa,
la víspera
del placer se fundió
entre sus
cachetadas.
A los 15
me deshice del vestido
de
princesa absurda,
lo enterré
en el patio trasero,
a la
mañana siguiente los perros
se
disputaron las lentejuelas
con gusto
a caramelo,
mi abuela
creyó que aquella guerra
no era más
que un sueño,
todos
callaron dicho desenlace,
la
fiesta había terminado antes de empezar.
Durante
esos largos años,
adolescentes pero con muchas manzanas podridas,
lo que más
recuerdo es que
la niebla
de la madrugada
ocultó los instintos debajo
de las mentiras
suaves,
el tiempo
era mío, aún así
los más
grandes querían capturarlo,
“¡Falta
libertad!”, yo gritaba,
nunca hubo respuestas del otro lado,
sólo un eco
infernal.
Deborah Valado // Marzo 2012
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