Demasiado
desorden. Cada libro se cae de la torre propicia de residuos. La habitación se
reduce a un montón de objetos sin acordes. En primer lugar, ya no me
encuentro. Desde ese punto, todo
desequilibrio se cosecha alrededor. Por segundo, alguien habrá llamado a la
puerta, pero nunca fue a quien esperé.
Me
envuelvo en la memoria. Es el miedo descuidado al viento que me lleva a ella;
la felicidad conservada en botellas de cristales. Las cajas se asfixian de
palabras mal usadas, cartas que no puedo volver a ver, historias que alguna vez
me permitieron volar. Ahora desprovista de alas, me cobijo en éste desafinado
concierto. Las golondrinas se han llevado las últimas melodías.
La pared
se esconde detrás de fotografías ajenas. Todas ellas me observan dentro de lo
que fueron armando, un universo sin aire a mundo. Clasifico los zapatos sobre
filas de colores, de largos, anchos, texturas. Sin embargo, mis pies se niegan
al uso. Pero igual no contradigo al sentido. Ya me basta con hacerlo al corazón.
Las blusas se pelean entre sacos por las perchas de madera. Como mi decisión es
la última, termino deliberando dejarlas colgadas de la silla. El placard se ha ido convirtiendo
en otra casa de peluches. Éstos con el paso del tiempo, se han apropiado de
hasta mi cama.
Del otro
extremo oblicuo, las corbatas siguen enredadas de malgastados aromas. Y dentro
de aquellas carteras de cuero sobran los rotos cosméticos.
Cierro las valijas vacías, para volver a donde las
piedras dan el primer chispazo de fuego. No dudo del adiós, ni tampoco de un
hasta luego. Deja de gritar. Éste es mi partir.
Deborah Valado // 2003
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