Hambre de destino, no tan incierto
como las miradas que se encuentran y tienen miedo de aceptarse.
Insolación de macabras ideas de
aquellos que nos quieren ver tirados en el suelo.
Sed de amor, tan puro como el
cristal que desciende de los glaciares.
Dolores musculares que no son más
que la carga existencial de las mentes complicadas.
Perdidas de cabellos sobre todo el
sofá y sin noches de lunas donde valiera arrancarse hasta la piel por pasión.
El cuerpo se afirma sobre el
pedestal que construimos como así también destruimos. El cuerpo habla. ¿Cómo no
dejar de taparnos los oídos y escuchar los latidos propios?
Deborah Valado // Mayo 2012
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