Una tarde
Martina me había contado alguna de sus miles de imágenes. Antes de irse a
dormir la misma se reiteró dentro de su mente.
La escena del capítulo del libro se superponía
a lo largo del sueño. Intuyó que no se levantaría con el mismo sol. Escuchó la
voz de su padre, las corridas en la casa. Sigilosa no se animo a preguntar lo que ocurría.
Aunque la noticia fue más rápida que su intención. Allí se instaló el fin del
episodio.
En el
instante que su vecina había terminado de cortar el árbol, ordenar el jardín y
guardar todas las herramientas, sonó el teléfono. Las palabras no entraban en
la realidad hasta que el cuerpo las pudiera comprobar o por mínimo citar. Entre
no querer escucharlas, la conversación duró tres segundos. Las lágrimas de su
mamá le confirmaron la sospecha. Su abuela había fallecido.
Tengo que
admitir que a Martina nunca le importaba la rama de los parientes. Ni menos,
pensaba viajar a un funeral de ellos. Pero las cartas estaban echadas de otra
manera.
La semana
anterior a dicho suceso, la había visitado. Tal vez era sensible, sin embargo,
lo que determinó su angustia fue un sorbo de té. Suena insensato. Pero fue así,
el último y primer té que la abuela había bebido durante su estadía en aquella
clínica del campo. Estaba sedienta como los perros en un desierto. Quería
volver al mundo. Convertirse en una mujer de acero. Pero el cuerpo ya no
respondía. Devolvió lo poco que había injerido y se recostó.
Antes que
la enfermera diera a finalizar el horario de las visitas, ella les exclamó su imperiosa voluntad de seguir
fortalecida como los árboles más allá de las
heridas del otoño.
La semana
había pasado y Martina regresó al campo. Se encontró en otro recinto lleno de
sus tíos, tías, primos y gente jamás vista. Intentó acercarse al ataúd; sus lágrimas
no la ayudaban demasiado. Observaba el ambiente. Sentía que los demás eran
actores. No se explicaba el por qué de la necesidad del ser en querer transformarse en falsas monedas. Le daba bronca
creer que los saldos no llegaron a ser pagados. Ella misma siempre sufría los
costos y notaba que los culpables de la
sala quedaban absueltos.
No obstante, pudo salir del cementerio con una
sonrisa escondida. La abuela se había
llevado lo más preciado, la negación del perdón de quienes estaban allí y se lo
habían rogado segundos antes de cerrarse esas puertas.
Deborah Valado // 2007