Veo una lágrima recorrer lo que
resta del largo pasillo del colectivo. Zigzaguea unos tacos, unas gastadas
zapatillas y algunas ojotas. Levanto el mentón. Mis manos rozan la humedad de
mis mejillas. Es mi llanto el que brota desde las angustias que más escondía.
El señor de al lado me ofrece un pañuelo. Acepto su gentileza. Me limpio el
rostro, aunque por dentro siento que no podré quitar toda la suciedad de mi
alma. Tal vez el pecado sea perdonado, pero las manchas ya han traspasado todos
los tejidos internos y saben que no se exfoliarán.
Vuelvo a recordar su piel y la mía
se eriza. Me erotizo con el resonar de sus palabras. Hasta ayer yo era la única
que escuchaba sus murmullos debajo de las sábanas. Esas sábanas que lo palparon
todo, que se rompieron junto a nuestro brutal desenfreno de amor. Que
escondieron la pasión qué ardía por los cuerpos y traspasaba los poros hasta
convertirse en gotas de fuego...
Deborah Valado // Junio 2012