Me
tomó de la mano,
me
señaló una estrella,
mi
dedo índice se iluminó,
era
la fugacidad de la luz
que
recorría nuestro universo,
estábamos rodeadas de espinas y pétalos,
“sin
dulces no hay dolor del
cual
pudiéramos aprender”, me decía,
yo
la escuchaba,
quería
atrapar todas sus palabras,
guardarlas
en botellitas de cristal,
entregarlas
al mar
y esperar a que las olas me trajeran más
historias,
tal
vez todo era un ensueño
o
un nuevo despertar,
ella
siempre parecía vital
pero
en ese momento
se
extinguía
en
sus últimos murmullos,
yo
no quería que se fuera,
la
abrazaba más y más,
el
círculo de la vida giraba,
me
sentía entre remolinos en el campo,
ella
estaba calma,
yo
era quien aun no comprendía la vida,
ella
me invitó a jugar
le
di el té de a cucharaditas
me devolvió sonrisas,
desde
el ventanal percibió la húmeda Pampa
volvió
a recordar sus mañanas,
el
tambo,
el
camino de las vacas,
los
pastizales,
el
horizonte naranja,
ya
nada era lo mismo,
la
mecí en su silla hasta
el
último silencio que compartimos.
Deborah Valado // Abril 2012